Luego de que la Tierra se volvió hostil gracias a la acción desmedida del ser humano, siglos atrás, los supervivientes migraron al polo más famoso y explorado por aquel entonces: el Ártico.
En el año 2327, la actualidad, la vista no era igual. Totalmente descongelado, ofrecía un panorama ligeramente "benigno" considerando la latitud. Angustiaba saber en lo que se había convertido esa tierra de hielos perpetuos, de osos polares y de morsas… no era fácil asimilar tal pérdida: la Corona de Nuestra Madre Tierra.
¿Quiénes ayudaron a formar a la Confederación, la nación reinante? Ellos fueron el desaparecido Proyecto Ártico, aquella organización formada por algunas de las grandes corporaciones privadas y gubernamentales del siglo XXI. Hoy, en el siglo XXIV eran sus descendientes los que ostentaban cargos políticos, militares, entre otros.
Las cosas habían cambiado tanto, aunque sólo en la capa. Básicamente era el mismo comportamiento social autodestructivo y de feroz competencia.
La población sobreviviente había conseguido prosperar dentro de ciudades y edificios encapsulados. Si bien tenían libertad de movimiento y de dedicarse a lo que quisieran, no podían simplemente formar familias, nuevas ciudades y empresas sin que las autoridades lo dispusieran.
A menos que renunciara a la ciudadanía y ello significaba morar con las gentes libres de las Grandes Arenas.
Es evidente que las malas hierbas echan raíz aún en ambiente pobre, tal como lo hiciera el Proyecto Ártico. Las bases de su doctrina estaban ya muy arraigadas dentro de la sociedad: gobierno, leyes, derechos. Derechos que más que eso eran “permisos”.
Ya en siglos anteriores, los habitantes de aquél entonces habían cedido el derecho de votar a un consejo que luego se convertiría en una especie de parlamento. Ese suceso dio por terminado al Proyecto Ártico, una corporación compuesta por Bancos, Constructoras, Compañías Energéticas, entre otras, dándole vida a la Confederación de Ciudades Árticas tal y como se le conoce actualmente.
No había otro objetivo que controlar.
Habían reducido a la población humana, marcaron aún más las brechas sociales, económicas y hasta genéticas. Por un lado ya no había pobreza extrema en ningún barrio en ninguna ciudad confederada.
Sin embargo siempre hay quién esté en contra de la corriente principal. El gobierno de la Confederación lo sabía pero en su mayoría eran personas de bajo perfil sin el poder o los recursos necesarios para mover a las masas y armar una revolución.
De eso estaba enterado perfectamente Valodya Litvinenko, agente confederado en Ural Gorod.
Valodya era un hombre maduro, de cuarenta y ocho años de edad. Hombre de familia, con esposa y dos hijas pequeñas. Tenía canas en las patillas y en la barba; sus ojos, obscuros y profundos, dejaban ver una personalidad observadora, detallista. Sabía dónde y cuándo estar y procuraba anticiparse a los hechos y a las personas. La situación siempre ha de estar bajo control con el agente Litvinenko.
Su pasión por las investigaciones primero lo llevó a querer estudiar periodismo pero luego de un año desertó al entender que había otras formas de lograr sus objetivos.
Inmediatamente después de dejar la carrera de periodismo metió solicitud a la Oficina Confederada de Investigaciones, una rama de la CSFA.
Y fue aceptado.
Algo había pasado hace muchos años en su adolescencia y en el lugar donde creció que marcó su destino y su vocación actual.
Año 2294.
Ural Gorod.
Era muy noche cuando el joven Valodya jugaba fútbol con sus amigos del sector en una parte tranquila de la ciudad. Faltaban diez minutos para las once.
Las grandes turbinas dentro del domo creaban un poco de viento y se sentía algo fresco. Por las noches el sistema que operaba las funciones de la ciudad activaba un modo ventilador para hacer circular el aire. Aunque todo el día lo hacía, era a esas horas cuando se dejaba andar a su máxima potencia. Filtrar el aire era algo obligado en cualquier ciudad de la Confederación ya que respirar aire del exterior podría significar enfermar y morir.
La casa de Valodya quedaba por la siguiente calle del parque. Conocía muy bien la zona e identificaba perfectamente a las personas que en ella vivían. La noche parecía como cualquier otra. Eso hasta que terminó el juego y se fue caminando a su casa después de dejar a uno de sus amigos que vivía camino a su hogar.
En el número 225 vivían dos científicos de la Universidad de Ural Gorod, junto con un niño de unos seis o siete años.
Algo pasaba dentro.
En la acera, un lujoso autovolador negro con cristales polarizados esperaba. Sus proporciones era aerodinámicas y minimalistas, símbolo de poder y ostentación en el gobierno.
Valodya supo por su hermana menor, de la misma edad y compañera escolar del niño de esa casa que había tenido problemas en el colegio ya que recibía constantes rechazos de los demás niños diciéndole que les iba a pasar su enfermedad. Los padres de Valodya hablaban sobre el trabajo de los científicos fuera de la protección de la ciudad.
–Estuvo todo su embarazo entrando y saliendo de la ciudad –decía la madre del joven a su padre cuando miraba pasar a la mujer con el niño por la acera frente a su casa.
El muchacho continuaba observando cómo discretamente metían al niño al vehículo de afuera y salían a toda velocidad.
– ¿Y los señores Ózdemir? –Se preguntó en voz muy baja tras un arbusto del jardín de una casa metros atrás.
Se fue por los patios traseros a escondidas hasta llegar al 225.
Al asomarse por la ventana de la cocina de manera muy sigilosa ve y escucha algo que unos agentes hablaban con los Ózdemir.
–Su hijo presenta una anomalía muy peligrosa –explicaba uno de ellos, algo alto y corpulento, a los padres mientras la pobre madre no paraba de llorar pidiendo que devolvieran a su hijo.
El padre del pequeño estaba sentado junto a su mujer pero esposado y con la nariz sangrando. Al parecer había forcejeado con los hombres.
–Pero nunca ha padecido nada ¿por qué nos hacen esto? –interrumpió la mujer al agente confederado.
–Señores, ahora hay un fuerte peligro de contagio, su sangre no es como la de los demás niños y debemos tomar precauciones –dirigió la mirada a la madre.– Ahora señora: empaque sus objetos personales más necesarios y documentos, que nos tienen que acompañar.
Cuando termina de decir eso último la mamá del niño no tiene otro remedio que hacer caso. Afuera otro autovolador igual llega. Luego de unos minutos sube seguida de su esposo sujetado por dos agentes. Nadie más vio lo que pasó gracias a lo discreto de la acción y a la hora en que se llevó a cabo. Sólo Valodya se enteró.
Ya sabiéndose solo corrió a su casa.
– ¡Primero se llevaron al niño de los Ózdemir, luego a ellos dos! –muy agitado le relataba Valodya a sus padres, mientras estos lo recibían en la estancia de la casa.
Su padre le tapa la boca para que dejara de hablar tan fuerte. Los del gobierno podrían enterarse que el muchacho lo vio todo y estarían todos en serios problemas.
Su madre se asomó discretamente por la ventana hacia la casa de los Ózdemir.
–Si es real lo que dices, Valodya, no quiero que lo vuelvas a decir… tu hermana tampoco debe saberlo –le ordena su padre un poco preocupado.
– ¿Por qué? ¿Y por qué se los llevaron? ¿Es por lo de esa enfermedad que decían tenía ese niño? –le preguntaba, insistente.
–Eso ya no nos interesa, muchacho, ya cállate de una vez... –tomó aire y sentenció al curioso joven.– Escúchanos bien: no se lo digas a nadie, hijo, a nadie. Prohibido.
Los padres de Valodya, por seguridad propia, decidieron ignorar el asunto.
Al día siguiente algunos vecinos se enteraron vía colegio que los Ózdemir se habían mudado a Novaya Moskva (Nuevo Moscú) en la costa ártica central del antiguo país de Rusia.
Nadie más supo de la familia Ózdemir desde entonces.
Valodya estaba confundido.
De niño, y luego como joven, había visto en su gobierno al gran protector de la humanidad que luchaba por recuperar lo que algún día tuvo en este planeta hasta que sucedió lo de los Ózdemir. Su cabeza estaba llena de preguntas acerca de muchas acciones que se realizaban, específicamente las militares.
“¿Para qué querría la Confederación a las fuerzas armadas si era la única entidad política organizada del planeta?”
“¿De quién o quiénes les estaban protegiendo?”
“Pues para guardar el orden y resguardarnos de los nómadas” se contestaban muchos.
Valodya sostenía una taza de café turco, parado en la ventana de su casa en un sector privilegiado; estaba consciente de que era imposible localizar a los Ózdemir luego de tantos años, pero la imagen de ellos aquella noche le motivaba a querer esclarecer ciertas cosas. Aún después de veinte años de trabajo para la CSFA seguía esperando a su gran reto dentro de las investigaciones.
Se la había pasado investigando a otros agentes y civiles con ánimos de revolución.
–Me pregunto en qué piensas, pero dejo mi curiosidad de lado para estar contigo. Lo último que deseo es traer cosas de tu trabajo y estresarte –le dice su esposa, Ana, abrazándolo por la espalda.
Ana era rusa como él, además de sencilla y cálida. Justo lo que necesitaba Valodya para sobrevivir entre tanto método y gente fría.
– ¿Alguna vez soñaste con lograr algo excitante en la vida? Me refiero a algo fuera de lo ordinario… –pone la taza vacía en una mesita al lado de la puerta principal.– Sabes, Ana, siempre pensé que algo pasaría en mi carrera con el tiempo, algo por lo que estoy aquí y que yo no sé. Ya han pasado veinte años y nada crucial ha pasado. Nuestras hijas crecen tan rápido y paso mucho tiempo fuera… quisiera estar más con ustedes.
–No te culpes, nosotras sabemos de tu compromiso con tu trabajo… Y yo nunca esperé “algo excitante” de mi trabajo… ¿qué excitante puede tener vestir a agentes, políticos y religiosos? –Ana era diseñadora de modas y trabajaba con una importante casa que le hacía la ropa oficial a personas de cargos importantes en el gobierno.
Así conoció a Valodya.
–Mi trabajo es solo eso, vestir. Yo lo que deseo es asegurar que nuestras hijas tengan una vida tranquila, que el país mejore y esas cosas… no sé si eso sea mediocre de mi parte –hace una pausa y observa a su marido pensativo.– Nunca he querido importunarte en tus asuntos, no son de mi incumbencia, pero si crees que por alguna razón, y más allá de tus encargos de siempre, sigues dentro de la Agencia, apuesta una vez más.
– ¿Una vez más? –Valodya repite lo último.
–Sí, una vez más. Cuando quieres dejar lo que haces porque ya no te llena, hazlo una vez más, y si no sirvió para convencerte de que estás en lo tuyo, retírate y busca algo más que sí te convenza de verdad.
Valodya la mira pensativo. Ana no era tan simple como él creía. Le sorprendió el consejo que le dio.
–Motori, el japonés ese al que rindo cuentas, me habló de un caso la última vez que nos reunimos. Me quiere dar la dirección de una investigación ya empolvada.
– ¿Puedo saber un poco más? –pregunta ella. Él decide darle detalles generales del caso.
–Es sobre otro japonés, una oveja descarriada. Hace años robó información clasificada y es buscado por querer fabricar armas y conspirar contra la Confederación. Se supone que sigue vivo porque se les ha escapado información en la red, y pues al parecer tengo que hallarlo.
– ¿Tu última apuesta? –le inquiere sin ahondar en los detalles.
Valodya piensa en su carrera como investigador. Vuelve a pensar en los Ózdemir, sin saber porqué vinieron a su memoria en ese justo instante tan decisivo de su vida.
–Cuando hace seis años pasé de la Oficina a Inteligencia, –la Inteligencia Ártica.– creí que ese día crucial estaba por pasar pronto. Pero volvió a hacer lo mismo: gente vil persiguiendo a gente vil. Este caso parece importante, con más incógnitas de lo normal…
Respira hondo para después soltar ese aire.
Ana espera que diga algo más.
–Mi última apuesta. –Valodya siente el peso de esas tres palabras, pero ya es hora que tomar nuevos caminos.
De su bolsillo saca un pase en clase premier para el Septentrión, un enorme y velocísimo sistema de transporte aéreo: un gran tren volador que daba continuas vueltas alrededor de la nación ártica.
Se despide de su familia y sale rumbo a su misión.